martes, 10 de abril de 2012

Guillermo Fernández García, un vate que clama justicia por su muerte


*La presente semblanza-entrevista fue concedida hace tres años por el poeta jalisciense a este interlocutor en su casa donde fue encontrado muerto el pasado sábado 31 de marzo en condiciones lamentables por amigos muy cercanos. El procurador mexiquense Alfredo Castillo Cervantes no ha ofrecido información sobre este crimen, ni ha fijado postura alguna de las autoridades estatales. SEMANARIO PUNTO agradece al promotor cultural y amigo Jorge Manuel Herrera haber recuperado este texto, mismo que ahora se publica íntegro y con las modificaciones pertinentes como homenaje a uno de los más importantes entes creativos que decidiera “morir” en Toluca

Félix Morriña

Guillermo Fernández fue de los pocos mexicanos traductores del italiano activos por más de tres décadas. Considerado entre los lingüistas, académicos y la clase intelectual nacional como de los más importantes. La honestidad que dan los años, lo hacen ver como un ente sencillo y afable, pero no por ello el menos aguerrido amante de la narrativa, la poesía y la buena música.
            Él ha encontrado de parte de los ítalos reconocimiento indiferente como resentimiento envidioso por su loable y ardua labor como traductor, pero de los lectores de habla hispana, ha recibido la posibilidad de sumergirlos en la maravillosa cultura de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Alberto Moravia, Elsa Morante, Cesare Pavese, Italo Svevo, Luigi Pirandello, Tommaso Landolfi, Natalia Ginzburg, Leonardo Sciascia, Italo Calvino y Antonio Tabucchi, entre muchos otros.
            Entre los libros traducidos por Guillermo Fernández están el Decameron de Giovanni Boccacio; de los aforismos y fragmentos –que son un Arte de la Política- de Francesco Guicciardini; de Los prometidos de Alessandro Francesco Tommaso Manzini; la novela imagen del Ottocento, de los cuentos cruel y tiernamente realistas del siciliano Vitaliano Brancati y de las nouvelles de Pirandello; así como la obra poética completa de Cesare Pavese y las antologías del cuento y de la poesía italianas de Mario Luzi.
            Fernández García vivió en Italia en varios periodos y en distintos espacios, desde conventos, la calle y espacios universitarios, en la década de los años setenta y ochenta hasta aprender el idioma, tal y como marcan los cánones de un traductor connotado y respetable por la academia. La primera vez que llegó al país de la bota fue en 1976, luego regresó en los años pares de 1978, 1980, 1982 y 1984. Pasaba un año y meses y regresaba a México por razones personales. Uno de sus principales mentores cuando niño, que le enseñó lo que significa la literatura, fue el ingeniero Luis Anguiano, durante su estancia en Paracho, Michoacán, en la década de los años cuarenta.
            Además de reconocido traductor del italiano, Guillermo Fernández fue secretario particular del poeta de la Generación de los Contemporáneos, Carlos Pellicer Cámara (1899-1977), con quien sostuvo una relación mucho más allá de lo laboral, porque el autor de Piedra de sacrificios, Ara Virginum, Subordinaciones, Reincidencias, entre otros libros de poemas, le ayudó a mejorar como ente creativo y en su forma de ver la vida.
            “Carlos Pellicer era chaparrón, muy fuerte con voz de hombre. Tenía un vozarrón que obligaba a quedarte quieto, callado. Lo conocí por Federico Salas Delgadillo, si mal no recuerdo en 1962, cuando tenía 30 años, una vez que lo acompañé a entregarle algunos recortes de periódicos y algunos poemas míos, muy viejos, a su casa de la calle Sierra Nevada 779 en las Lomas de Chapultepec. Todavía recuerdo el número telefónico: 200528.
            “En aquella época yo trabajaba en Prepa 6 y Pellicer me dio a leer mis poemas. Sin duda a mí me gustaba Federico García Lorca, por los romances que escribía y lo consideraba mi influencia en ese momento. Me puse rojo, no sé si de vergüenza o por las porras que me brindaba. Esa vez llegamos a las seis de la tarde y nos fuimos a las 12 de la noche. Nos invitó a cenar y a tomar chocolate al estilo tabasqueño, que es en jícaras ceñidas ahumadas por cierto tipo de materiales con cal y manteca de venado. Así lo tomaban los príncipes mayas.
            “Al salir, me dijo: ‘Profesor espero pronto una llamada telefónica suya. Mi número está en el directorio’. Pasó un mes sin que yo le llamara y entonces él lo hizo: ‘Profesor, me atrevo a hablarle porque usted no me ha hablado’. Desde que escuché la voz sabía que era Pellicer y lo único que pude hacer fue excusarme, a lo que no me dejó terminar para reclamarme: ‘¡Si yo le parezco poca cosa en esta vida, hace usted bien! Pero si usted cree que podemos ser amigos hábleme por favor, porque yo voy a seguir hablándole profesor’.
            “Desde entonces nos hicimos amigos hasta su muerte. Fue una amistad enriquecedora hasta que partió. Hay muchas cosas que jamás se sabrán de él, porque no las diré nunca. Hay otras tantas de las que quisiera hablar, pero no puedo contenerme. Algunas más, desearía poder decirlas ahora, pero los recuerdos me agobian. Debo descansar un poco... Mejor cambiamos de tema. Lo único que puedo agregar sobre Carlos Pellicer es que si algo de buena educación tengo, se la debo a él”.

PERFIL DEL AUTOR
Guillermo Fernández García (Jalisco, México, 1932). Poeta, ensayista, traductor y editor. Ganador del Premio Jalisco de Literatura. Ha publicado Visitaciones (1964), La palabra a solas (1965), La hora y el sitio (1973), Antología poética (1981), El reino de los ojos (1983), Bajo llave (1983), El asidero en la zozobra (1983), La flor avara (1989), Imágenes para una piedad (1991) y Exutorio (1991).
            Se ha encargado de la colección “La Canción de la Tierra”, de la Subdirección de Publicaciones del Instituto Mexiquense de Cultura (IMC), en la cual ha publicado Lighea. Un siglo de cuento italiano y Poesía de San Juan de la Cruz.
            La traducción de textos literarios está relacionada con la tradición de acceder a las expresiones artísticas de culturas que hablan idiomas y lenguajes distintos al nuestro. Es un ejercicio necesario para profundizar en los giros y estructuras de la lengua materna de los traducidos.
            Convencido de que “no hay recetas para traducir”, este poeta jalisciense afirma que no es necesario conocer a la perfección la lengua de Dante para traducirlo. “Basta con poseer conocimientos lingüísticos generales –saber, por ejemplo, cuáles son los distintos tipos de palabras y qué función desempeñan dentro de la frase– e interesarse por comprender las libertades sintácticas y los matices expresivos –más acentuados en el caso de la poesía– propios del italiano.
            Para Fernández, la elección de este idioma radica en sus semejanzas estructurales con el español, pese a que, desde la perspectiva fonética, resultan completamente distintos. El italiano se define como una lengua muy femenina, dotada de una inevitable dulzura, rasgo que agrega un reto más al trabajo de traducción: captar –y, si es posible, respetar– la musicalidad de las palabras.
            A ello se suma la dificultad –y, no obstante, el placer– de transmitir el talento y la potencia evocativa de narradores como los antes mencionados Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Alberto Moravia, Elsa Morante, Cesare Pavese, Italo Svevo, Luigi Pirandello, además de los poetas Alda Merini, Andrea Zanzotto, Umberto Saba y Valerio Magrelli.
           
“VINE A MORIR A TOLUCA”
Vivió dos décadas a dos mil 600 metros sobre el nivel del mar porque sencillamente le gusta la montaña. Prefiere las alturas al mar. Disfrutó más el frío que el calor. Desengañaba a todo aquel que le recuerde la expresión que le hiciera a un ex gobernador mexiquense de que vivía en Toluca porque se parecía mucho a Florencia, la ciudad italiana de sus amores. Sin duda, el humor negro que le caracterizaba le ganó algunos enemigos públicos políticos, porque se burlaba continuamente de su falta de talento literario. “Sólo son buenos para robar”, decía.
            Después de tantos años de bregar por distintas ciudades y pueblos mexicanos como italianos, Guillermo Fernández García decidió pasar el resto de sus días en la capital mexiquense. Exclamaba con la seguridad de que la muerte aún no tiene ganas de seducirlo: “Vine a morir a Toluca”. No se sentía cansado, ni enfermo, pero ya no tenía las fuerzas para andar de un lado a otro. Llevaba su propio “Tempo”.
            Para cuando realicé esta entrevista tenía 76 años. Vivía solo en un cómodo pequeño apartamento a las orillas de Toluca, en la calle Guillermo Marconi de la colonia Científicos. Le acompañaban dos gatas, sus discos de vinil que van de Lucha Reyes a Carlos Gardel, pasando por el bel canto, tarantelas napolitanas, baladas italianas, entre otros productos dignos de un exigente melómano. No podía faltar la tornamesas recién compuesta, sus inseparables diccionarios y libros, algunos de ellos primeras ediciones y otros simplemente están dedicados por sus seres amados, entre ellos, los de Carlos Pellicer, cuya foto lo observa desde un rincón del pequeño estudio.
            También hay fotos de intelectuales y cuadros de autores y corrientes diversas en las paredes. Tiene pocos artefactos tecnológicos, nada vanguardistas, porque no le interesan. Recibía visitas siempre y cuando tuvieran algo que contarle y no buscaran líos. En sus últimos años de vida, prefería tener amigos antiacademicistas que arrogantes letrados, porque hace varias décadas que dejó atrás esa actitud de excelso. Vivió en barrios duros como La Lagunilla en el Distrito Federal, como en zonas rurales de Jalisco, Michoacán y Tabasco.
            Bebía tequila Caballo Cerrero (como el que consumía Julio Cortázar en Roma, Italia), café turco con cardamomo, té verde y fumaba Delicados. Podía soportar ciertas marcas de tequila, como buen jalisciense, pero prefería los más finos que no atentaran en demasía contra su sistema digestivo. La puntualidad del Viejo Continente le marcó para siempre, así como el gusto por ciertos productos perecederos.

EL LENGUAJE Y LAS PALABRAS: SU MAYOR VICIO
Su mayor adicción eran las palabras. Vivía y soñaba con conceptos. No hay droga más fuerte para él que jugar y convivir con el lenguaje. Su mayor frustración era no poder descifrar las pesadillas donde se le aparecen conceptos indescriptibles que al despertar no podía recordar. “La relación con las palabras es más fuerte que la relación que tengo con los humanos. Las palabras son menos traicioneras. Sabemos que nuestros amigos no pueden ser muchos, ni Dios tiene tantos amigos, por eso yo me llevo bien con las palabras”, afirmaba.
            Por otro lado, nuestro inspirado personaje expresaba que hay palabras desagradables, pero todas tienen su fisonomía como las personas. Lo bueno de ellas es que cambian de fisonomía, de gestos, de facciones, dependiendo del contexto. Son polimorfas y polifónicas. Hay palabras con caras desagradables, pero con manos muy suaves, y viceversa. Hay palabras que son perversas y las hay hermosas con distintos colores. No se atrevió a mencionar alguna por temor a olvidar otras.
            Sobre los adjetivos, menciona que son las vestiduras de los nombres, pero muchas veces los nombres tienen función de adjetivo, y otras ocasiones el nombre es más fuerte que el adjetivo. Todo depende del contexto. “Carlos Pellicer empleaba dos nombres comunes que se adjetivan recíprocamente en un conocido verso: ‘Y saquea mi ternura tesoro’. Esto me recuerda a los poetas del Siglo de Oro cuando se reunían se hablaban en verso y pensaban en verso. Todo era para presumir su dominio del idioma y de la métrica. Entonces, usaban los adjetivos de manera prudente y efectiva”.
            Una de las preguntas obligadas para Guillermo Fernández García era: “¿Qué piensa de la poesía contemporánea, la poesía del siglo…?”. Sin más, interrumpe y expresa que el poema y la poesía han evolucionado; sin embargo, los buenos poetas vanguardistas conservan el ritmo de antaño o lo mejoran, al igual que otras formas, tanto en verso, como en prosa. “Mientras la poesía mantenga las tónicas y el ritmo, seguirá evolucionando, porque el lenguaje es infinito”, confesó a este interlocutor, a quien llamó varias veces amigo.

LA MUJER SEGÚN GUILLERMO FERNÁNDEZ
A la edad de siete años y medio, Guillermo Fernández García salió huyendo de su casa, porque no aguantaba a su madre, ni a sus cuatro hermanas. Creció entre mujeres, por eso se consideraba misógino. Pero sólo misógino de aquellas mujeres sumisas, agachonas, que se dejan someter por el cruel marido, el compañero o el amante.
            Decía que sus mejores amigas son todo lo contrario de las mujeres sumisas, son muy femeninas, muy delicadas, nada vikingas, ni masculinas. No le gustan las mujeres con poder, porque sacan su rencor milenario y eso le asustaba por la manera en que vayan a proceder contra los hombres. Aún así, prefiere a las mujeres en la política que los hombres: “No porque sean más honestas o menos ladronas, sino porque son más hipócritas que los hombres políticos. Son las maestras de la hipocresía y eso viene bien a la política. Odio la política. Los hombres deben dedicarse a cosas menos innobles, menos corruptas. Los políticos jamás deben acercarse a la cultura porque la ensucian”.
            Del reino animal, Guillermo Fernández generalmente prefiere a las hembras, porque los machos son babosos y engreídos. Unos buenos para nada, que no dan la vida por los suyos, mientras que las hembras son cosa aparte. Pero sobre todas las especies, el maestro ponía como ejemplo a seguir por la humanidad entera a los bonobos: “Es una maravilla la vida de estos simios o changos, que se la pasan cogiendo todo el día. Y se cogen entre ellos sin problema alguno. Es placer de todos entre todos y para todos. Eso debemos aprender los seres humanos para humanizarnos de verdad. ¡Vayamos todos. Seamos bonobos!”, concluyó con tremenda carcajada, con vaso en alto lleno de Caballo Cerrero, el maestro, el amigo, el poeta Guillermo Fernández García. Descanse en paz.


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