*La presente
semblanza-entrevista fue concedida hace tres años por el poeta jalisciense a
este interlocutor en su casa donde fue encontrado muerto el pasado sábado 31 de
marzo en condiciones lamentables por amigos muy cercanos. El procurador
mexiquense Alfredo Castillo Cervantes no ha ofrecido información sobre este
crimen, ni ha fijado postura alguna de las autoridades estatales. SEMANARIO
PUNTO agradece al promotor cultural y amigo Jorge Manuel Herrera haber
recuperado este texto, mismo que ahora se publica íntegro y con las
modificaciones pertinentes como homenaje a uno de los más importantes entes
creativos que decidiera “morir” en Toluca
Félix Morriña
Guillermo
Fernández fue de los pocos mexicanos traductores del italiano activos por más
de tres décadas. Considerado entre los lingüistas, académicos y la clase
intelectual nacional como de los más importantes. La honestidad que dan los
años, lo hacen ver como un ente sencillo y afable, pero no por ello el menos
aguerrido amante de la narrativa, la poesía y la buena música.
Él ha encontrado de parte de los
ítalos reconocimiento indiferente como resentimiento envidioso por su loable y
ardua labor como traductor, pero de los lectores de habla hispana, ha recibido
la posibilidad de sumergirlos en la maravillosa cultura de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Alberto
Moravia, Elsa Morante, Cesare Pavese, Italo Svevo, Luigi Pirandello, Tommaso
Landolfi, Natalia Ginzburg, Leonardo Sciascia, Italo Calvino y Antonio
Tabucchi, entre muchos otros.
Entre los libros traducidos por
Guillermo Fernández están el Decameron
de Giovanni Boccacio; de los aforismos y fragmentos –que son un Arte de la
Política- de Francesco Guicciardini; de Los
prometidos de Alessandro Francesco Tommaso Manzini; la novela imagen del
Ottocento, de los cuentos cruel y tiernamente realistas del siciliano Vitaliano
Brancati y de las nouvelles de Pirandello; así como la obra poética completa de
Cesare Pavese y las antologías del cuento y de la poesía italianas de Mario
Luzi.
Fernández García vivió en Italia en
varios periodos y en distintos espacios, desde conventos, la calle y espacios
universitarios, en la década de los años setenta y ochenta hasta aprender el idioma,
tal y como marcan los cánones de un traductor connotado y respetable por la
academia. La primera vez que llegó al país de la bota fue en 1976, luego
regresó en los años pares de 1978, 1980, 1982 y 1984. Pasaba un año y meses y
regresaba a México por razones personales. Uno de sus principales mentores
cuando niño, que le enseñó lo que significa la literatura, fue el ingeniero
Luis Anguiano, durante su estancia en Paracho, Michoacán, en la década de los
años cuarenta.
Además de reconocido traductor del
italiano, Guillermo Fernández fue secretario particular del poeta de la
Generación de los Contemporáneos, Carlos Pellicer Cámara (1899-1977), con quien
sostuvo una relación mucho más allá de lo laboral, porque el autor de Piedra de sacrificios, Ara Virginum, Subordinaciones, Reincidencias,
entre otros libros de poemas, le ayudó a mejorar como ente creativo y en su
forma de ver la vida.
“Carlos Pellicer era chaparrón, muy
fuerte con voz de hombre. Tenía un vozarrón que obligaba a quedarte quieto,
callado. Lo conocí por Federico Salas Delgadillo, si mal no recuerdo en 1962,
cuando tenía 30 años, una vez que lo acompañé a entregarle algunos recortes de
periódicos y algunos poemas míos, muy viejos, a su casa de la calle Sierra
Nevada 779 en las Lomas de Chapultepec. Todavía recuerdo el número telefónico:
200528.
“En aquella época yo trabajaba en
Prepa 6 y Pellicer me dio a leer mis poemas. Sin duda a mí me gustaba Federico
García Lorca, por los romances que escribía y lo consideraba mi influencia en
ese momento. Me puse rojo, no sé si de vergüenza o por las porras que me
brindaba. Esa vez llegamos a las seis de la tarde y nos fuimos a las 12 de la
noche. Nos invitó a cenar y a tomar chocolate al estilo tabasqueño, que es en
jícaras ceñidas ahumadas por cierto tipo de materiales con cal y manteca de
venado. Así lo tomaban los príncipes mayas.
“Al salir, me dijo: ‘Profesor espero
pronto una llamada telefónica suya. Mi número está en el directorio’. Pasó un
mes sin que yo le llamara y entonces él lo hizo: ‘Profesor, me atrevo a
hablarle porque usted no me ha hablado’. Desde que escuché la voz sabía que era
Pellicer y lo único que pude hacer fue excusarme, a lo que no me dejó terminar
para reclamarme: ‘¡Si yo le parezco poca cosa en esta vida, hace usted bien!
Pero si usted cree que podemos ser amigos hábleme por favor, porque yo voy a
seguir hablándole profesor’.
“Desde entonces nos hicimos amigos
hasta su muerte. Fue una amistad enriquecedora hasta que partió. Hay muchas
cosas que jamás se sabrán de él, porque no las diré nunca. Hay otras tantas de
las que quisiera hablar, pero no puedo contenerme. Algunas más, desearía poder
decirlas ahora, pero los recuerdos me agobian. Debo descansar un poco... Mejor
cambiamos de tema. Lo único que puedo agregar sobre Carlos Pellicer es que si
algo de buena educación tengo, se la debo a él”.
PERFIL DEL AUTOR
Guillermo
Fernández García (Jalisco, México, 1932). Poeta, ensayista, traductor y editor.
Ganador del Premio Jalisco de Literatura. Ha publicado Visitaciones (1964), La palabra
a solas (1965), La hora y el sitio
(1973), Antología poética (1981), El reino de los ojos (1983), Bajo llave (1983), El asidero en la zozobra (1983), La flor avara (1989), Imágenes
para una piedad (1991) y Exutorio
(1991).
Se ha encargado de la colección “La
Canción de la Tierra”, de la Subdirección de Publicaciones del Instituto
Mexiquense de Cultura (IMC), en la cual ha publicado Lighea. Un siglo de cuento italiano y Poesía de San Juan de la Cruz.
La traducción de textos literarios
está relacionada con la tradición de acceder a las expresiones artísticas de
culturas que hablan idiomas y lenguajes distintos al nuestro. Es un ejercicio
necesario para profundizar en los giros y estructuras de la lengua materna de
los traducidos.
Convencido de que “no hay recetas
para traducir”, este poeta jalisciense afirma que no es necesario conocer a la
perfección la lengua de Dante para traducirlo. “Basta con poseer conocimientos
lingüísticos generales –saber, por ejemplo, cuáles son los distintos tipos de
palabras y qué función desempeñan dentro de la frase– e interesarse por
comprender las libertades sintácticas y los matices expresivos –más acentuados
en el caso de la poesía– propios del italiano.
Para Fernández, la elección de este
idioma radica en sus semejanzas estructurales con el español, pese a que, desde
la perspectiva fonética, resultan completamente distintos. El italiano se
define como una lengua muy femenina, dotada de una inevitable dulzura, rasgo
que agrega un reto más al trabajo de traducción: captar –y, si es posible,
respetar– la musicalidad de las palabras.
A ello se suma la dificultad –y, no
obstante, el placer– de transmitir el talento y la potencia evocativa de
narradores como los antes mencionados Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Alberto
Moravia, Elsa Morante, Cesare Pavese, Italo Svevo, Luigi Pirandello, además de
los poetas Alda Merini, Andrea Zanzotto, Umberto Saba y Valerio Magrelli.
“VINE A MORIR A TOLUCA”
Vivió
dos décadas a dos mil 600 metros sobre el nivel del mar porque sencillamente le
gusta la montaña. Prefiere las alturas al mar. Disfrutó más el frío que el
calor. Desengañaba a todo aquel que le recuerde la expresión que le hiciera a
un ex gobernador mexiquense de que vivía en Toluca porque se parecía mucho a
Florencia, la ciudad italiana de sus amores. Sin duda, el humor negro que le
caracterizaba le ganó algunos enemigos públicos políticos, porque se burlaba
continuamente de su falta de talento literario. “Sólo son buenos para robar”,
decía.
Después de tantos años de bregar por
distintas ciudades y pueblos mexicanos como italianos, Guillermo Fernández García
decidió pasar el resto de sus días en la capital mexiquense. Exclamaba con la
seguridad de que la muerte aún no tiene ganas de seducirlo: “Vine a morir a
Toluca”. No se sentía cansado, ni enfermo, pero ya no tenía las fuerzas para
andar de un lado a otro. Llevaba su propio “Tempo”.
Para cuando realicé esta entrevista
tenía 76 años. Vivía solo en un cómodo pequeño apartamento a las orillas de
Toluca, en la calle Guillermo Marconi de la colonia Científicos. Le acompañaban
dos gatas, sus discos de vinil que van de Lucha Reyes a Carlos Gardel, pasando
por el bel canto, tarantelas napolitanas, baladas italianas, entre otros
productos dignos de un exigente melómano. No podía faltar la tornamesas recién
compuesta, sus inseparables diccionarios y libros, algunos de ellos primeras
ediciones y otros simplemente están dedicados por sus seres amados, entre
ellos, los de Carlos Pellicer, cuya foto lo observa desde un rincón del pequeño
estudio.
También hay fotos de intelectuales y
cuadros de autores y corrientes diversas en las paredes. Tiene pocos artefactos
tecnológicos, nada vanguardistas, porque no le interesan. Recibía visitas
siempre y cuando tuvieran algo que contarle y no buscaran líos. En sus últimos
años de vida, prefería tener amigos antiacademicistas que arrogantes letrados,
porque hace varias décadas que dejó atrás esa actitud de excelso. Vivió en
barrios duros como La Lagunilla en el Distrito Federal, como en zonas rurales
de Jalisco, Michoacán y Tabasco.
Bebía tequila Caballo Cerrero (como el que consumía Julio Cortázar en Roma,
Italia), café turco con cardamomo, té verde y fumaba Delicados. Podía soportar
ciertas marcas de tequila, como buen jalisciense, pero prefería los más finos
que no atentaran en demasía contra su sistema digestivo. La puntualidad del
Viejo Continente le marcó para siempre, así como el gusto por ciertos productos
perecederos.
EL LENGUAJE Y LAS PALABRAS:
SU MAYOR VICIO
Su
mayor adicción eran las palabras. Vivía y soñaba con conceptos. No hay droga
más fuerte para él que jugar y convivir con el lenguaje. Su mayor frustración era
no poder descifrar las pesadillas donde se le aparecen conceptos
indescriptibles que al despertar no podía recordar. “La relación con las
palabras es más fuerte que la relación que tengo con los humanos. Las palabras
son menos traicioneras. Sabemos que nuestros amigos no pueden ser muchos, ni
Dios tiene tantos amigos, por eso yo me llevo bien con las palabras”, afirmaba.
Por otro lado, nuestro inspirado
personaje expresaba que hay palabras desagradables, pero todas tienen su
fisonomía como las personas. Lo bueno de ellas es que cambian de fisonomía, de
gestos, de facciones, dependiendo del contexto. Son polimorfas y polifónicas.
Hay palabras con caras desagradables, pero con manos muy suaves, y viceversa.
Hay palabras que son perversas y las hay hermosas con distintos colores. No se
atrevió a mencionar alguna por temor a olvidar otras.
Sobre los adjetivos, menciona que
son las vestiduras de los nombres, pero muchas veces los nombres tienen función
de adjetivo, y otras ocasiones el nombre es más fuerte que el adjetivo. Todo
depende del contexto. “Carlos Pellicer empleaba dos nombres comunes que se
adjetivan recíprocamente en un conocido verso: ‘Y saquea mi ternura tesoro’.
Esto me recuerda a los poetas del Siglo de Oro cuando se reunían se hablaban en
verso y pensaban en verso. Todo era para presumir su dominio del idioma y de la
métrica. Entonces, usaban los adjetivos de manera prudente y efectiva”.
Una de las preguntas obligadas para
Guillermo Fernández García era: “¿Qué piensa de la poesía contemporánea, la
poesía del siglo…?”. Sin más, interrumpe y expresa que el poema y la poesía han
evolucionado; sin embargo, los buenos poetas vanguardistas conservan el ritmo
de antaño o lo mejoran, al igual que otras formas, tanto en verso, como en
prosa. “Mientras la poesía mantenga las tónicas y el ritmo, seguirá
evolucionando, porque el lenguaje es infinito”, confesó a este interlocutor, a
quien llamó varias veces amigo.
LA MUJER SEGÚN GUILLERMO
FERNÁNDEZ
A la edad de
siete años y medio, Guillermo Fernández García salió huyendo de su casa, porque
no aguantaba a su madre, ni a sus cuatro hermanas. Creció entre mujeres, por
eso se consideraba misógino. Pero sólo misógino de aquellas mujeres sumisas,
agachonas, que se dejan someter por el cruel marido, el compañero o el amante.
Decía que sus mejores amigas son
todo lo contrario de las mujeres sumisas, son muy femeninas, muy delicadas,
nada vikingas, ni masculinas. No le gustan las mujeres con poder, porque sacan
su rencor milenario y eso le asustaba por la manera en que vayan a proceder
contra los hombres. Aún así, prefiere a las mujeres en la política que los
hombres: “No porque sean más honestas o menos ladronas, sino porque son más
hipócritas que los hombres políticos. Son las maestras de la hipocresía y eso
viene bien a la política. Odio la política. Los hombres deben dedicarse a cosas
menos innobles, menos corruptas. Los políticos jamás deben acercarse a la
cultura porque la ensucian”.
Del reino animal, Guillermo
Fernández generalmente prefiere a las hembras, porque los machos son babosos y
engreídos. Unos buenos para nada, que no dan la vida por los suyos, mientras
que las hembras son cosa aparte. Pero sobre todas las especies, el maestro
ponía como ejemplo a seguir por la humanidad entera a los bonobos: “Es una
maravilla la vida de estos simios o changos, que se la pasan cogiendo todo el
día. Y se cogen entre ellos sin problema alguno. Es placer de todos entre todos
y para todos. Eso debemos aprender los seres humanos para humanizarnos de
verdad. ¡Vayamos todos. Seamos bonobos!”, concluyó con tremenda carcajada, con
vaso en alto lleno de Caballo Cerrero,
el maestro, el amigo, el poeta Guillermo Fernández García. Descanse en paz.
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