Félix Morriña
El
tema del suicidio en cualquier momento de nuestras vidas es algo muy complicado
que muchos dejan de lado, lo omiten por razones obvias y se convierte en tabú. Yaya,
recién te comenté que ya no me gusta hablar de gente conocida que ha terminado
con su vida. Hace mucho que el concepto dejó de ser parte importante en mis
charlas de sobremesa. Ya no creo en el suicidio como forma de transgredir de
manera sociocultural y como acto político que marque un antes y un después,
aunque el añejo sentimiento de quienes lo han hecho sobreviene de vez en cuando,
y a veces, me pregunto si los defraudé. La verdad es que no. Han pasado muchos
años de aquellos pensamientos, de aquellas sensaciones de abandonar la faz de
la tierra, porque he dado vida. El suicidio es cosa del pasado.
Después
de tantos años de haber escuchado a músicos como el inglés Ian Curtis de Joy
Division, de haber leído a literatos
como el japonés Yukio Mishima, que se quitaron la vida por razones y
situaciones diversas, la fascinación por la muerte siempre estuvo presente en
sus obras, en sus proyectos, en su forma de vida. ¡Qué contradictorio! Pero así
es la existencia. La muerte siempre ha causado misterio y fascinación en todo
ente creativo, por el simple hecho de que nadie sabe qué sucede detrás del
umbral de este trayecto. La muerte tiene permiso. La muerte está en todos
lados, en ti, en mí, frente suyo, frente mío y se hace de ella arte, aunque muchos
no lo acepten.
Y
todo esto viene a colación Yaya porque hemos visto, por separado, un filme que
nos dejó con muchas dudas, con muchas sensaciones, con incertidumbre, con
molestias y con incomodidad, y por ese simple hecho cumple con su cometido
artístico: “El club del suicidio” (2002) del afamado director nipón Sion Sono,
que llegó a mis manos en formato DVD. De entrada y sin mayores referencias la
recomiendo a mis queridos lectores para estos días de intensa lluvia. Este
clima permite la reflexión de las muertes masivas en una nación primer mundista,
con todos los avances tecnológicos habidos y por haber, un consumismo exacerbado,
un nivel de competencia atroz y un fanatismo musical potenciado por los medios
masivos de comunicación. Todo eso junto, más una gran dosis de gore, hacen de
este filme de culto una referencia a una década de haberse estrenado.
¿Puede
usted querido lector imaginarse a 54 infantes uniformadas saliendo de clase con
sus Iphones, MP3, celulares vanguardistas y demás parafernalia tecnológica para
estar comunicadas, entrar a la estación más transitada de la capital japonesa con
una sonrisa de oreja a oreja para acto seguido unir sus manos y lanzarse a las
vías del tren y dejar una estela sangrienta en la primera escena de “El club
del suicidio”? ¿Yaya qué imaginaste antes de dormir esa madrugada de lunes cuando
lo primero que viste fue esa lúdica imagen salpicando de rojo la pantalla de la
televisión casera?
Durante
99 minutos Sion Sono nos conduce por un Japón descontrolado por una ola de
suicidios masivos, al inicio estudiantes y poco a poco van sumándose otros sectores
de la sociedad civil. La policía no sabe cómo proceder ante una sociedad
zombificada, sumergida en su propio fango ideológico, en su propia clandestinidad,
en sus propios grupos transgresores (incluyendo clanes de niños, mismos que se
desconoce quién o quiénes están detrás de ellos. Se da a entender que es el propio
sistema sociopolítico japonés). La policía desconoce por completo que detrás de
todo este terrible asunto está la música subliminal de un grupo infantil (así
como los medios masivos de comunicación, en específico la Internet) y un bizarro
grupo de exuberantes, glamurosos, fetichistas y ambiguos fanáticos asesinos
seriales que se dicen ser los líderes de “El club del suicidio”.
El
tema musical principal es sumamente sugestivo, encantadoramente sicótico, digno
de cantarse si uno pudiera lograr la entonación japonesa del idioma inglés. Los
asesinos seriales durante la canción en la película se encuentran en “La
habitación del placer” excitándose mientras uno de ellos viola y apuñala a una
de las víctimas que está sometida bajo sábanas blancas que se llenan brutalmente
de sangre, mientras un par de chicas deliran de miedo por saber que serán las siguientes.
¿Serán ellos los verdaderos causantes de las muertes masivas o serán sólo uno
tipos que buscan sus 15 minutos de fama Warholiana? La traducción de la letra señala:
“Durante épocas
y épocas el cielo es azul/ Y aún es raro como la gente parece enamorarse./ Un
extraño perro amarillo,/ la eternidad sonríe burlonamente al ver cómo nos
desgarramos y después nos amamos./ Porque la muerte./ Porque la muerte./ Porque
la muerte brilla toda la noche./ Quiero morir hermosamente como Juana de Arco/ en
una película de Bresson./ Lección uno, aplicar la crema de afeitar/ y sonríe,
entonces lentamente le destrozas el corazón./ Porque la muerte./ Porque la
muerte./ Porque la muerte brilla toda la noche./Siente la calidez de la lluvia
de primavera,/ que suavemente moja tu mejilla…/ te marca con lágrimas secas./
Un inocente niño de cinco años mirando inexpresivamente la cara de la muerte,/ mientras
su corazón es cortado y desgarrado./ Porque la muerte./ Porque la muerte./
Porque la muerte brilla toda la noche…”.
La
fotografía de Kazuto Sato hace más grata visualmente la cantidad excesiva de
sangre en este drama social; la música de Tomoki Hasegawa es fundamental en
esta obra maestra de Sion Sono. Los actores acá no son conocidos, pero se dice
que en Japón son populares. El guión lo hizo el propio Sono y la verdad Yaya es
de esos pocos filmes japoneses recientes que me han atrapado, me han movido las
entrañas y me han hecho recordar a mis amigos suicidas, a lejanos conocidos que
han asesinado por placer, o por razones desconocidos por este interlocutor.
Como he dicho, la fascinación por la muerte es todo un misterio, ya sea como
víctima o victimario. Lo único que puedo decir ahora Yaya es que “El club del
suicidio” es un filme que debemos ver una y otra vez para apreciarlo mucho más.
¡Hasta la próxima!
Twitter:
@fmorrina
Facebook:
Félix Morriña
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